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  • DF H. Moderna 18: Zumalacárregui y la Primera Guerra Carlista
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    DF H. Moderna 18: Zumalacárregui y la Primera Guerra Carlista

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    "Un caudillo carlista ante la crisis del Antiguo Régimen" por Antonio Manuel Moral Roncal (Universidad de Alcalá). El periplo vital de Zumalacárregui siguió la senda común del resto de españoles hasta 1833. Los acontecimientos políticos más importantes que sufrió España desde finales del siglo XVIII a comienzos del siglo XIX –guerra contra la Convención, resistencia patriótica contra los ejércitos napoleónicos, división entre liberales y realistas– fueron cribando los dos grandes principios que había aprendido en su infancia: monarquía y religión, columnas que le sostuvieron hasta que su vida se apagó, y que fueron fundamentales a la hora de entender tanto su integridad personal, un tanto teñida de intransigencia y sin duda lastrada por un férreo sentido de lo que era justo e injusto, como su decisión final de ofrecer su espada al futuro pretendiente Carlos María Isidro, al que jamás abandonaría ya. Mapas de Mario Riviere y Carlos de la Rocha. En la imagen, Zumalacárregui, por C.F. Henningsen y mapa.

    "Dios, Patria, Rey, el carlismo en la España del siglo XIX" por Jordi Canal (École des hautes études en sciences sociales). La fórmula D.P.R., correspondiente al trilema carlista Dios, Patria, Rey, era, como escribía Miguel de Unamuno en la novela Paz en la Guerra (1897), "como el antiguo SPQR de los romanos o el moderno LEF de los franceses, guía a los pueblos al heroísmo y a los hombres a la muerte". Bajo esta bandera combatió, en la España del siglo XIX, uno los bandos enfrentados en la Primera Guerra Carlista (1833-1840) y en la Segunda Guerra Carlista (1872-1876), además de protagonistas de numerosas insurrecciones, algaradas, pronunciamientos y conflictos bélicos menores. Se consiguió movilizar entonces a millares de personas. El carlismo constituye un movimiento de notabilísima importancia en la historia contemporánea de España". En la imagen, Retrato del Infante Carlos María Isidro de Borbón, de Vicente López Portaña y Pronunciamiento monacal.

    "La organización del Ejército del Norte" por Carlos Canales Torres. Cuando Zumalacárregui se hizo cargo de las tropas que defendían la causa de don Carlos en las Provincias Vascongadas y Navarra, con lo que contaba básicamente era con los animosos miembros de los cuerpos de voluntarios realistas, algo que a finales de 1833 los jefes legitimistas habían tratado de solucionar llamando a filas a los jóvenes en edad de hacer el servicio militar, pero evitando realizar levas forzadas. Con este núcleo, su líder fue construyendo un ejército sólido y bien entrenado, capaz de hacer frente al ejército regular, a priori mucho mejor entrenado y equipado, que se había mantenido completamente leal al gobierno. Así, fueron naciendo los diversos batallones de infantería, agrupados directamente en divisiones regionales, y los escuadrones de caballería, que se demostrarían sorprendentemente eficaces dada la falta de tradición en la guerra montada de la región y, finalmente, los cuerpos más especializados, como la artillería o los ingenieros. En la imagen, Soldado de infantería carlista en uniforme de invierno, por Michael Perry. Con más ilustraciones del mismo autor y de Augusto Ferrer-Dalmau.

    "La guerra en el norte 1833-1835" por Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera (Instituto de Estudios Históricos, CEU). Contra lo que muchas veces se ha planteado, Navarra y Vascongadas no se sublevan en 1833 a favor de don Carlos con el propósito de defender sus fueros, sino que se sublevan porque existían sus fueros. El ejército de Fernando VII fue sometido durante el último año del reinado a una cuidadosa depuración de sus filas que hizo que a la muerte del monarca ninguna de las unidades del ejército regular se alzara, pero esta no era la única fuerza armada que existía en la España de finales del Antiguo Régimen, sino que junto a él estaban los voluntarios realistas, que en Navarra y el País Vasco escaparon de la depuración precisamente porque dependían de los organismos forales. Con ellos construyeron los carlistas el núcleo de su ejército, y con este último Zumalacárregui fue capaz de derrotar a todos los comandantes en jefe gubernamentales que se atrevieron a combatir contra él: Sarsfield, Quesada, Rodil, Espoz y Mina o Valdés, todos ellos fueron derrotados o cayeron en desgracia. En la imagen, la carga de Viana por Augusto Ferrer-Dalmau. Mapas de Mario Riviere y Carlos de la Rocha.

    "Las batallas de Mendaza y Arquijas" por Enrique de la Peña. En diciembre de 1834, la insurrección carlista duraba ya más de un año; aquellas bandas de facciosos, que el gobierno intentaba minimizar y desprestigiar por todos los medios, habían encontrado en Zumalacárregui a un caudillo carismático y de autoridad incontestable. El militar guipuzcoano había logrado convertir aquella masa de paisanos armados en un ejército disciplinado y eficiente y había conseguido dotarlo de artillería y caballería, armas especializadas que hacían peligrar la incontestable superioridad del ejército gubernamental; y no solo eso, sino que poco a poco fueron pasando de la emboscada y el golpe de mano a ser capaces de plantar cara en batallas campales. Es la historia de estas dos batallas gemelas. En Mendaza, la primera, los carlistas son derrotados, en parte debido a que un error en la maniobra descubre sus planes antes de lo previsto; mientras que en Arquijas, tres días después, es al revés. Bloqueados los cristinos ante el puente, y divididos, Zumalacárregui es capaz de aprovechar magistralmente sus líneas interiores para causar bajas severas a sus contrincantes. En la imagen, mapa de la batalla de Mendaza. Mapas de Mario Riviere y Carlos de la Rocha, ilustración de Zvonimir Grbasic.

    "Sin cuartel. Brutalidad y violencia en la Primera Guerra Carlista" por Eduardo González Calleja (Universidad Carlos III de Madrid). Los grandes conflictos armados en los que España estuvo implicada en las primeras cuatro décadas del siglo XIX se libraron en buena medida ante la ausencia de unas leyes de guerra internacionales vinculantes, que se comenzaron a implementar a partir de la década de 1860. De ahí el maltrato dispensado a los prisioneros y a la población civil si no mediaba un acuerdo personal entre los mandos que lograra limitar los inevitables excesos de la soldadesca; y de los propios oficiales, habría que añadir. Desde el momento mismo en que estalló, la guerra se sumió en una espiral de represalias y contrarrepresalias de la que iba a ser difícil escapar, pues ambos bandos fusilaron a los oficiales contrarios por la pérdida de los propios, a los soldados por luchar en otro bando e incluso a los civiles por colaborar con unos o con otros. La situación llegaría a un punto en que ni las familias de los combatientes, ni las mujeres ni los niños, estarían a salvo de la brutalidad. Pero esto no fue así siempre en el frente del norte, donde se llegó a un acuerdo que, en parte, refrenó estos excesos. En la imagen, El incendio de Lecaroz.

    "Zumalacárregui frente al sitio de Bilbao" por Manuel Montero (Universidad del País Vasco UPV/EHU). El 10 de junio de 1835 los carlistas empezaron a sitiar Bilbao. Dirigía el Ejército Tomás de Zumalacárregui, desde noviembre de 1833 su líder militar, que había conseguido organizar las partidas levantadas a partir de octubre y conducirlas de forma extraordinariamente eficaz. La nueva empresa resultó fatal, porque por muy eficaz que fuera el ejército del pretendiente, no estaba preparado para llevar a cabo operaciones de asedio de envergadura. El propio Zumalacárregui se manifestó, aunque con tibieza, en contra del asedio; él quería marchar hacia Vitoria y Madrid, pero tanto su rey como la corte que lo rodeaban preferían conquistar la capital vizcaína por varias razones: prestigio, posibilidad de obtener empréstitos, la posesión de un puerto importante. Esta acción de guerra iba a tener consecuencias cruciales para la causa. Mapas de Mario Riviere y Carlos de la Rocha.

    Introduciendo el n.º 19, "Gonzalo de Ayora. El olvidado cronista-soldado" por Alberto Raúl Esteban Ribas. A finales del siglo XV y principios del XVI, España aparece con fuerza en el escenario político y militar europeo. Es una época de cambios, de éxitos políticos y militares. Es un momento histórico en el que emergen figuras de tal relevancia que a veces se solapan y oscurecen las unas a las otras por su gran talla. Así le ocurre a Gonzalo de Ayora, un personaje del renacimiento que fue militar, cronista, historiador, filósofo y traductor; en todas aquellas artes destacó, pero no pudo competir con otras figuras de su tiempo y por ello ha quedado olvidado en el baúl de la historia. Uno de los personajes que lo superó fue Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, cuyas campañas italianas narrará el próximo número. Pero a pesar del olvido, la vida de Ayora es apasionante pues fue un hombre que, sin pertenecer a la alta nobleza, fue capaz de ocupar su sitio junto a ellos, combatiendo en el Rosellón y en el norte de África, creando nuevas formaciones y tácticas y tomando partido en las luchas políticas de la península. En este último caso sin suerte, pues la muerte de Felipe el Hermoso supuso el triunfo de Fernando el Católico como regente de Castilla, y su caída en desgracia. En la imagen, La toma de Orán por el cardenal Cisneros, obra de Juan de Borgoña.

    Resumen del producto

    "Un caudillo carlista ante la crisis del Antiguo Régimen" por Antonio Manuel Moral Roncal (Universidad de Alcalá). El periplo vital de Zumalacárregui siguió la senda común del resto de españoles hasta 1833. ...